Un carrusel vacío

Pela despacio y mira

Pela despacio y mira

Pela despacio y mira

Marina Casado

Marina Casado

“Somos fieles en tanto que amamos; pero vosotros exigís que la mujer sea fiel sin amor, que se entregue sin goce. ¿Dónde está ahora la crueldad, en el hombre o en la mujer?”. Esta reivindicación de la libertad femenina en el plano amoroso hoy no tendría nada de particular, pero en 1870 podía ser interpretada casi como una provocación. Se trata de un extracto de La Venus de las pieles, una novela que me está sorprendiendo por su trasfondo ideológico, inédito en el siglo XIX. El apellido de su autor, el austríaco Leopold Von Sacher-Masoch, dio lugar al término “masoquismo” para para referirse a la perversión sexual de aquella persona que disfruta cuando es maltratada o humillada por otra. La novela cuenta la historia de Severin von Kusiemski, un aristócrata que convence a su amada Wanda para que firme un contrato a través del cual se compromete a maltratarlo, agredirlo y humillarlo, así como a serle infiel con otros hombres. Finalmente, lo acaba abandonando por uno de esos amantes. El autor se inspiró en una experiencia propia real. La imagen de la bella Wanda vestida solo con unas pieles y empuñando un látigo podría encajar bien hoy en alguna saga del estilo de Cincuenta sombras de Grey; pero, recordemos: ¡estamos hablando de 1870! Y por supuesto, la calidad narrativa difiere bastante de las obras de esta tal E. L. James.

A quien también le fascinó la novela en el siglo XX fue a Lou Reed. Encontró una vieja edición rústica en el piso de John Cale, quien fue su primer compañero en la banda sesentera The Velvet Underground, a la que se añadieron Sterling Morrison y Angus MacLise –este último fue rápidamente sustituido por la talentosa baterista Maureen Tucker–. Comenzaron en Nueva York, situándose en el extremo ideológico opuesto al de las bandas de la costa oeste, que estaban muy influidas por la psicodelia y el pensamiento hippie. El mensaje de la Velvet era oscuro y nihilista; sus letras hablaban de realidades como las drogas o la transexualidad. El nombre, The Velvet Underground (“El Terciopelo Subterráneo”) lo tomaron de la novela homónima de Michael Leigh, publicada en 1963, de carácter documental, que narra las parafilias y conductas sexuales alternativas de una serie de parejas.

En 1966, el carismático y polifacético artista y empresario Andy Warhol los descubrió y decidió apostar por ellos, concediéndoles su apoyo económico y promocional. Warhol produciría su primer álbum a cambio de introducir una nueva figura al grupo: la alemana Christa Päffgen, más conocida como “Nico”. Ni Lou ni sus compañeros estaban muy a favor del nuevo ingreso, así que finalmente optaron por mantener la independencia y concebir el disco como una colaboración con la modelo y cantante. Así nació, en 1967, The Velvet Underground & Nico, un álbum que fue arrinconado en su época y que, con el correr de los años, ha sido encumbrado por la crítica como uno de los más influyentes de la historia del rock. Uno de sus temas lleva el título de “Venus In Furs” (“La Venus de las pieles”), inspirado en la novela de Leopold Von Sacher-Masoch. La letra de la canción habla de una bella joven vestida con pieles, que calza botas altas, de cuero, y golpea a “su esclavo”, Severin. El ritmo es lento, cadencioso; la voz solista, la de Nico, tiene un timbre oscuro y humeante.

A día de hoy, el álbum The Velvet Underground & Nico sigue siendo más recordado por la cubierta que por el contenido. Y es que fue el propio Warhol quien diseñó el célebre plátano sobre fondo blanco, que se ha convertido en un auténtico icono del arte pop. El plátano simbolizaba la provocación sexual, el mismo sentimiento en el que ahondó el grupo liderado por Reed y Cale. En la portada original, junto al fruto se podía leer una frase: “Peel slowly and see” (“Pela despacio y mira”). La cáscara amarilla era un adhesivo que, al retirarse, mostraba un plátano rosado, una evidente alusión al órgano fálico.

Hace unos años, visité la casa de unos parientes lejanos. Eran jóvenes, modernos y defensores de eso que llaman el “estilo decorativo minimalista”, que se traduce por tener una pantalla de televisión gigante y todo muy despejado, con pocos muebles y casi ninguna estantería. Llevaba un rato pensando qué era lo raro de aquel lugar, hasta que lo comprendí: no había libros. Por eso, el minimalismo podía llevarse a un extremo pasmoso. Seré justa con la verdad: había tres libros en el dormitorio; los tres de la saga de Cincuenta sombras de Grey. Mi prima lejanísima se creía muy “progre” por haberse enganchado a una novela de sadomasoquismo, y ahora me hace mucha gracia pensar que los intelectuales más heterodoxos del siglo XIX se habrían reído de ella...

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