El revés y el derecho

El delito de ensuciar el aire

La horrible tendencia del hombre por desnaturalizarse y ofrecerse de mensajero cruel a la desgracia, es algo mucho más terrible que una venganza: es una ruindad contra los seres humanos, sus cosechas, sus animales, su esperanza

Incendio en Tenerife (22/08/2023)

Incendio en Tenerife (22/08/2023) / Andrés Gutiérrez

Juan Cruz Ruiz

Juan Cruz Ruiz

Donde da la vuelta el aire, en Tenerife, es exactamente entre el norte y el sur, donde acaba Candelaria y comienzan Fasnia y otros territorios que ya anuncian los montes pequeños que se bañan gracias al mar juguetón que, en torno a 1970, se vistió de espejo de la autopista.

La Autopista del Sur, se llamó, y se llama, como aquel hermoso relato extravagante de Julio Cortázar. Esa vía fue una bendición para la vida en la isla. Alivió durante lo que durante muchísimo tiempo fue una injusticia: la cruel lejanía que separaba Santa Cruz, la capital, y los distintos territorios del norte, de las poblaciones que hay desde Güímar a Granadilla y, más aun, de todo el inmenso sur que en tiempos padecía la orfandad impuesta por la lejanía.

Guímar era entonces el principio del sur, el final de las estribaciones de Santa Cruz y de Candelaria, y aquella autopista resultó, en fin, el principio de un cambio extraordinario. El sur dejó de ser lo que había detrás de un telón de montes, montañas y distancia, y devino en playas y turismo, hoteles y futuro, afán de progreso, pero, también, destrucción de paisaje. La consecuencia fue también que muchos pueblos que antes se beneficiaban de las sinuosas carreteras que iban en esa dirección languidecieron porque la nueva vía se comió gran parte del tráfico, hasta hoy.

Pero así es la vida, dramática, cruel e inapelable. Fue justo en ese lugar en que nació ya en serio la Autopista del Sur, a la altura del Puertito de Güímar, cuando me di cuenta este lunes de lo que de veras decían las noticias, que la isla empezaba a oler al humo que dejaba atrás el fuego, no era una exageración de los que exageran las malas noticias. Al llegar a ese sitio concreto, donde por cierto un ministro de Franco, Gonzalo Fernández de la Mora, inauguró la citada autopista en torno a 1973, me fijé en el cielo, como siempre hago cuando vuelo a la isla por el norte.

Esa zona del aire de Tenerife suele ser nítido, se acaban las brumas que vienen de Santa Cruz y de los altos, y en ese sitio preciso es donde el aire (Donde la vuelta el aire: este es un título de Gonzalo Torrente Ballester) se muestra nítido, en toda su libertad, desde el mar hasta el monte. Miré varias veces hacia ese paisaje que rinde su palabra, paisaje, a una realidad admirable, la que nace de la confluencia del aire del norte con el aire del sur, y me asustó observar que una mancha gris, como proveniente de una herida que había recibido el aire, llenaba esa parte de la isla, por los altos de Güímar, yendo indefectiblemente hacia los sucesivos territorios que van del inicio del sur a lo más profundo del norte, por debajo de las estribaciones del Teide, y hasta el Teide mismo. ¡El Teide confinado! Qué metáfora tan cruel en esta isla.

Eran las primeras huellas dactilares de un intento de asesinato. Casi a la hora en que el cielo estaba mostrando esas heridas acababa de declarar el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, de visita de solidaridad en la isla, que este enorme accidente (cerca de 14.000 hectáreas de desolación por el fuego) iba a ser declarado causante de una catástrofe. Poco antes, el presidente canario, Fernando Clavijo, había citado la palabra más temida en esta crónica del infierno: la catástrofe fue “provocada”. Para que el aire dé esta vuelta horrible y deje de ser el benéfico regalo de una naturaleza que ha hecho de estas islas un archipiélago bendecido por todas las especies del viento, tiene que haber mucha maldad.

El delito de ensuciar el aire, la horrible tendencia del hombre por desnaturalizarse y ofrecerse de mensajero cruel a la desgracia, es algo mucho más terrible que una venganza: es una ruindad contra los seres humanos, sus cosechas, sus animales, su esperanza. En lugares donde el viento es imprescindible para sobrevivir al calor que ahora llega a los cuarenta grados, o casi, en muchos de los sitios costeros de las islas occidentales (La Gomera, por ejemplo), ese delito contra el aire del cielo y de los montes tiene una expresión que hacía años que no escuchaba en estas costas: “No se puede ni respirar”.

Y no se puede ni respirar. Los bronquios, como las plantas, como los animales, están lesionados por ese instrumento ruin que es la maldad humana. Disparan contra el cielo, también, los que se decidieron por el delito de prender fuego a la belleza de la tierra, al sueño de sus habitantes.

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