Observatorio

De obsolescencias y obviedades

De obsolescencias y obviedades

De obsolescencias y obviedades

Humberto Hernández

Humberto Hernández

Un cierto aire de originalidad y optimismo quise imprimir a este primer artículo del nuevo año, y nada mejor me pareció que hacerlo apoyándome en (pre)textos literarios para distanciarme algo del prosaísmo filológico, que suele ser motivo central de estos ensayos periodísticos de divulgación lingüística, mas mi flaca memoria, tal vez, o el lírico sentimiento de mis poetas preferidos me fueron alejando de mi intención inicial. No derrocha optimismo, precisamente, Ángel González cuando en su poema «Cumpleaños» confiesa: «… he vivido un año más, y eso es muy duro. […] Para vivir un año es necesario morirse muchas veces mucho», y esta reflexión, que yo había leído y analizado con poético entusiasmo en otro tiempo, adquiere hoy realistas connotaciones cuando el paso de los años empieza a pesar. Y con Jaime Gil de Biedma me planteo si también, como él, «pasada ya la cumbre de la vida», contemplo “un paisaje no exento de belleza en los días de sol, pero en invierno inhóspito” (de su poema «Píos deseos para empezar el año»). Así que, a falta del buscado optimismo literario y con la esperanza de que la cálida luz solar alegre mis días venideros, no me queda otra opción que volver al tema del que pretendí alejarme por esta vez para saludar de otra manera la llegada del nuevo año.

He acudido a la libreta de notas que siempre me acompaña para desarrollar alguna de las cuestiones que quedan a la espera del momento adecuado para tratarlas con cierto detenimiento. Me detuve en varias anotaciones que había recogido relacionadas con situaciones, todas extraídas de la prensa, que podrían calificarse de «obsoletas» y un buen número de otras que consideré «obviedades», pues, frente a lo esperable, dada su naturaleza periodística, carecían de valor informativo ya que no comunicaban nada nuevo ni me producían ninguna sorpresa. «Fatuidades», en ambos casos, diría yo, de las que el buen periodismo debería rehuir para no incurrir en la monotonía o en la estupidez. A «fatuidad», según el diccionario académico, se le atribuyen las siguientes acepciones: «1. Falta de razón o de entendimiento, 2. Dicho o hecho necio y 3. Presunción o vanidad infundada y ridícula», y tanto las obsolescencias como las obviedades comparten contenido fatuo, como veremos a continuación.

Fatua es, por ejemplo, la obsoleta vigencia, y valga la antítesis, de privilegios y derechos, como lo son la inimputabilidad o la inviolabilidad de la que en una sociedad democrática aún disfrutan algunos, como obsoletos son los actos en los que se hace pública ostentación de superioridad: la espectacular ceremonia de coronación de algún soberano, luciendo corona, cetro y orbe; los actos en la vaticana plaza, en los que quienes deberían dar mayor ejemplo de humildad lucen sus galas cardenalicias de capelos y solideos; o los desfiles castrenses, con los militares y sus condecoraciones multicolores adheridas en los pectorales de sus uniformes, y demostración ―incomprensible― de la mortífera maquinaria de guerra. En lo lingüístico, lo obsoleto viene representado por el boato y el lucimiento propio del estilo retórico, enrevesado e incomprensible contrario a lo preferido por los gustos actuales de un lenguaje claro, conciso y sencillo.

Así que con tales ejemplos podríamos determinar los rasgos semánticos que definirían la obsolescencia, que no solo es lo anticuado, sino aquello que siendo anacrónico no posee el más mínimo interés por mantenerlo vivo, porque sí que hay anacronismos que intuitivamente sentimos que conviene preservar: las tradiciones, las costumbres o los ritos que se consideran constitutivos de nuestro patrimonio cultural. Tampoco habría que calificar de obsoleto lo vintage, lo retro o lo clásico, ni la denominada «obsolescencia programada» (‘hecho de establecer el final de la vida útil de un producto desde el momento de su fabricación’), poco afortunada expresión, puesto que, en todo caso, se trataría de un periodo útil programado o una usabilidad programada: la obsolescencia se intuye y no es susceptible de ningún tipo de programación. He aquí un reto para el lexicógrafo.

También lo obvio es en cierto modo fatuidad, en la medida en que lo que como tal se percibe lo es porque no precisa ningún tipo de aclaración suplementaria, si bien, paradójicamente, no resulta fácil definir el concepto de obviedad, pues no podemos afirmar que posee la cualidad de obvio lo que aparentemente, para muchos, es lo muy claro y notorio, de manera que, aunque una obviedad es la afirmación de que el universo es muy grande, no lo es, sin embargo, la de que todos los humanos somos seres inteligentes. Suele asociarse el concepto de obviedad con el de tópico, mas, como ha estudiado Aurelio Arteta, el asunto tiene su intríngulis, y así lo demuestra en sus magníficos volúmenes Tantos tontos tópicos (Barcelona, Ariel, 2012) y Si todos lo dicen…más tontos tópicos (Barcelona Ariel, 2013).

La obviedad suele ser rayana con la estupidez, si es que no se utiliza como elemento de relleno ―o de refuerzo― en la conversación («Todos somos de carne y hueso», «El que tiene boca se equivoca»), y estas obviedades no sorprenden, aunque sí causan estupor cuando se presentan como reflexiones de gran altura emitidas por personas relevantes y de mucha autoridad: «El papa dice que hay que denunciar la violencia contra las mujeres»; «El primer ministro afirma que la guerra está causando muchas muertes», y en titulares de este jaez se pierde un espacio muy valioso que podría destinarse a mensajes más informativos o más estéticos. Pero no son obviedades, aunque puedan parecerlo, afirmaciones del tipo «Fuera de la Constitución no hay democracia», o «No hay salvación al margen de la Iglesia Católica»; y es aquí, cuando se pretenden transmitir determinadas ideas como indiscutibles obviedades, cuando es posible que se esté entrando en el terreno de la manipulación lingüística. Y este supone otro reto para la pragmática.

Cierto paralelismo semántico puede observarse en los dos conceptos que estamos analizando, y es que si lo obsoleto es lo anacrónico o anticuado de nulo interés por ser siquiera recordado, lo obvio es lo tan evidente y notorio que ni merece la pena ser verbalizado. La obviedad supone una violación a una de las cuatro máximas de la comunicación propuestas por H. P. Grice, la máxima de la relevancia, según la cual cuando se comunica algo siempre se espera que la información aporte algo nuevo. Aunque siempre habrá excepciones que pudieran justificar estas fatuidades que estamos considerando, y así, por ejemplo, a riesgo de ser redundantes, se justificarían aquellas obviedades con las que tratamos de compensar la pérdida de información que se pudiera haber producido por algún motivo en el transcurso de la comunicación: de necesarias «redundancias lingüísticas» calificaríamos estas obviedades.

Buen motivo este para tratar brevemente un problema relacionado con la enseñanza de ciertas materias (la de la Lengua, por ejemplo) y que se relaciona con el concepto de obviedad, pues muchas veces los docentes no entramos en explicar determinadas cuestiones porque las consideramos obvias, es decir, las damos por consabidas, «el problema de la complicidad», lo llama Ignacio Bosque: «no voy a entrar a explicar lo que todos ya sabemos», o, dicho de otro modo, «no hace falta que te diga lo que tú sabes que yo sé que tú sabes». Muchas veces, afirma Bosque, hay que «prescindir absolutamente de la complicidad con el interlocutor y formular con absoluta explicitud cualquier variable que pueda ser pertinente, empezando por las que nunca se formulan porque parecen evidentes o de sentido común».

Por este problema de la complicidad todavía nos encontramos con alumnos de cursos avanzados y algunas personas cualificadas que siguen sin entender que en la oración «Me gusta el café sin azúcar» sea este último sintagma («el café sin azúcar») y no el “me” ni un «yo» elíptico el sujeto de la oración; o que en la frase «Le vi [a Pedro]», el «le» desempeñe la función de complemento directo. O lo que puedan ser dudas más recientes que también obedecen a este problema de la complicidad, como las razones por las que no se recomienda la acentuación de «solo» adverbio, o que “guion” no lleve tilde, o que «Informamos de que mañana se publicará la noticia» no es un caso de dequeísmo.

En fin, que a veces las obviedades son aparentes, y que la explicitud de ciertas ideas no solo es conveniente sino necesaria. Así espero haberlo conseguido yo con estas, y me sentiría satisfecho, pues será señal de que habré entrado en el año con buen pie.