Opinión | Tropezones

¿Estamos locos?

Juan José Millás.

Juan José Millás. / José Luis Roca

Decía Raymond Poincaré, presidente de la república francesa durante la primera guerra mundial que «la guerra es un asunto demasiado serio para dejarlo en manos de los militares».

A la vista de los últimos derroteros que está tomando España, se ve uno tentado de parafrasear a Monsieur le Président proclamando que «la política es un asunto demasiado serio para dejarlo en manos de los gobernantes».

Y viene esto a colación al tratar de concebir una explicación a decisiones políticas alumbrando leyes que convierten a delincuentes en víctimas, y a sus jueces en prevaricadores, y encima cuando dichas leyes son decretadas prácticamente al dictado de los mismos delincuentes que van a beneficiarse de ellas. Que además prometen una reposición gloriosa del delito. Y todo ello sin otra contrapartida que mantener en el gobierno y por los pelos al presidente de turno.

Pero lo que es absolutamente alucinante es ver como personas sensatas, cabales, a las que se les supone unos valores y una preparación acorde con los mismos, estén dispuestas a tirar por la borda la justicia, la igualdad o la solidaridad , con tantos sacrificios conquistadas. Aunque nos cause lógico asombro esta actitud, entre los políticos con cargo cabe la explicación, que nunca justificación, cuidado, de la condición humana y su debilidad ante la tentación de seguir disfrutando las prebendas del dinero y del poder.

Y si me apuran, cabría incluir en esta tropa a los afiliados al partido que se aferran al mismo como el que pertenece a una secta, admitiendo sin reparos los dictados del líder iluminado.

O también a los negacionistas, tan ufanos de creerse en posesión de una verdad alternativa que les refuerzan las redes sociales, a contrapelo de las «falsarias versiones oficiales».

¿Pero y todos los demás por qué? Quizás por una necesidad acuciante de pertenencia a algún tipo de hermandad, como lo describía acertadamente el periodista J.J. Millás en un artículo en estas mismas páginas el otro día: «hay que fanatizarse, hijo mío. Elige un bando y acepta el paquete entero de salvación que te ofrece ese bando. No se puede vivir al aire libre, no se debe ir por la vida sin el respaldo de un grupo». «La verdad establecida, a ver si lo entiendes, es una mierda»

Lo que ocurre al final es que el relato alternativo cobra carta de naturaleza, suplantando a la realidad, y terminando siendo aceptado, por inercia o por melancólico hartazgo.

Por supuesto que este tipo de situaciones no es nada nuevo. Podríamos recordar por tomar un ejemplo el relato de Leopoldo II en su atroz explotación del Congo. Lo que Joseph Conrad recogía en su «Corazón de las tinieblas» como «la más vil rapiña que haya jamás desfigurado la historia de la conciencia humana», se transfiguraba en la realidad alternativa del monarca: «abrir a la civilización la única parte del globo todavía no explorada, penetrar las tinieblas que envuelven a poblaciones enteras, constituye, me atrevo a proclamarlo, una cruzada a la altura de este siglo de progreso».

Lo que no sé si llegaremos a ver aquí algún día es un museo similar al que se levanta en Bruselas, revelando postreramente las salvajadas de Leopoldo II en el Congo, una galería denominada sin tapujos «Museo de atrocidades en el Congo Belga.» No estaría de más, aunque solo consistiese en un modesto pabellón para la historia, que pusiese en su sitio y su contexto tantos relatos «fake» como los que estamos padeciendo últimamente en este país.