El día de santa fresa bendita

Miles de personas caen sin remordimientos en la tentación de Valsequillo durante la feria anual que el pueblo dedica a su fruta insigne

Juanjo Jiménez

Juanjo Jiménez

La isla de Gran Canaria se viraba peligrosamente hacia su vertiente este para acudir en masa a Valsequillo y dejarse llevar por las tentaciones de una fresa que se presentó sin recato alguno bañada en natas y chocolates, y cuando no posada en panes de puños y tartaletas, para tentación de miles de visitantes.

El pueblo de Valsequillo celebró su particular día dedicado a la santa fresa bendita que brota de sus medianías en sabores y texturas de escándalo. Después de medio siglo especializando conocimientos y fincas a la frutilla, lo que ahora alonga allí en primavera es un festival de rojo intenso de consecuencias mareantes.

A ello se añade que esos propios productores, así como vecinos que ejercen de voluntarios, dulcerías, obradores y panaderías no tienen piedad alguna con el isleño y salpiconan fresas y fresones con natas, chocolates tanto en formato líquido como en sólido, o incluso van más allá, y los sumergen en caramelos, todo ello sin pudor alguno ante la vista de un público tanto infantil como adulto al borde del desmayo.

Ejemplo. A las diez menos diez de la mañana, las voluntarias Beni Martel, María del Mar Monzón, Amelia Navarro, Marisa González y Vero Caballero terminaban de emplatar 3.870 tartaletas con fresas en diferentes versiones para su degustación gratuita. Habían empezado el trajín a las seis de la tarde del sábado para terminar a las tres de la madrugada del domingo y empezar de nuevo a las siete de la mañana. Y se ve que valió la pena porque aún faltaban 40 minutos para empezar a repartir, con un retraso debido a un duelo en la iglesia colindante, y la cola comenzaba en el número 6 de la calle Isla de La Gomera, doblaba por la plaza principal para seguir por el asadero de pollos de Tito, enfilar la barbería San Miguel y de allí rianga Camino Viejo abajo, en un kilométrico ansia de fresa fresca del tiempo.

El desborde resultó monumental, porque si bien las personas de a pie parecían perderse hasta la sinfín del mundo, allá donde queda Telde, desde esa misma ciudad hasta el centro histórico valsequillense se montaba la caravana en primera, segunda y punto muerto de los vehículos que ascendían a velocidad de romería a las alturas de la santa fresa, en un dir y venir similar al de las hormigas cortadoras de hojas del Amazonas.

El pueblo de Valsequillo celebró su particular día dedicado a la santa fresa bendita que brota de sus medianías en sabores y texturas de escándalo

Algo tenía que ver que la feria es la primera tras tres años de vainas y pandemias, pero también por la culpa de ciertas personas con nombres y apellidos, como Manuel Galván, que lucía estratégicamente estibados 400 kilos de fresas -»y otros 400 que vienen en camino»-, de los que no se sabía si devorarlos o margullar en ellos.

O Aridane Quintana, de Finca Valsequillo, que añadía a la variedad más demandada, la Sabrina, unos fresones de infarto, y que en apenas una hora había despachado a mansalva, incluidas una suerte de crema de fresa «como el Baileys», un vino, el Fresquillo, y un viaje de mermeladas.

Cómplices de estos hechos era Noemi Artiles, de Panadería Artiles, que se presentó sin remordimiento con un pan de puño de fresa y chocolate, con bollos de fresa al horno, con truchas de cabello con fresas y aún así se reía: «de la panera de abajo ya solo quedan cinco».

Pero queda el remate en forma de pecado mortal, gestión que corría a cargo de los acólitos de Eventos Lázaro. Su puesto era un infierno dantesco, con tentaciones de fresa humeando en calderos del demonio, del que sobresalía uno en concreto cuya pócima bullía en burbujas tan lentas como espesas. El señor Lázaro tenía insertadas en un palo afilado a decenas de inocentes fresas recién nacidas. Cuando el mejunje adquirió un color que andurriaba entre el bermejo y el carmelita, procedía al martirologio de frutillas, caramelizando sus cuerpos en el potingue ardiente y ser devorados apenas se apagaba el hervor a la orden de, «pues mire, de esas me va a poner otras tres».

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