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Viaje al interior de la Triana más humilde

Dos mujeres que vivieron en las cuarterías que servirán para ampliar el Teatro Cuyás reviven su infancia y juventud

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Viaje al interior de la Triana más humilde JC GUERRA / Alejandro Quevedo

La hija de Manuelita y la nieta de Teresa y Juanito se han reencontrado después de 20 años. Ambas vivieron en el portón de Domingo J. Navarro 19, unas cuarterías que va a reformar el Teatro Cuyás para su ampliación.

Manuelita, Juan Santana y Teresa Bolaños, Antoñita la bordadora o Antoñito el de la garapiñadas son nombres que han quedado en el recuerdo. Todos ellos vivieron en el número 19 de la calle Domingo J. Navarro hace décadas. Tras su fachada, este edificio de 1896 guarda una realidad bien distinta de lo que era y es Triana, lejos de la opulencia de grandes casonas y palacetes situados en otros puntos del barrio. Al final de un largo pasillo existen, cobijadas por el propio edificio y por el número 17 de la misma calle, hasta seis cuarterías donde las familias que allí habitaron hasta hace no tanto -la última persona abandonó su casa en 2007- vivían ayudándose los unos a los otros, a pesar de la precariedad del lugar.

Desde finales del siglo XIX, con el despegue económico de Las Palmas de Gran Canaria gracias al Puerto de La Luz, llegaron a la ciudad multitud de familias procedentes de los campos y de otras islas deseosos de encontrar un futuro mejor. La mayoría llegaron con escasos recursos y acabaron viviendo en portones, edificios en cuyo interior había varias cuarterías de reducidas dimensiones por las que se pagaba un alquiler económico. Este tipo de vivienda fue habitual en Arenales o en los Riscos, barrios eminentemente obreros. De ahí el caso -casi- excepcional del número 19 de la calle Domingo J. Navarro, situado en pleno barrio de Triana.

Este portón ha permanecido prácticamente intacto a pesar de haberse construido hace más de un siglo. El edificio, diseñado por Fernando Navarro, cuenta con un grado de protección ambiental, por lo que debe conservarse la mayor parte del mismo. Anexo a la trasera del edificio de administración del Teatro Cuyás, la institución cultural dependiente del Cabildo inició el pasado mes de septiembre los trabajos para reconvertir estas viviendas en una sala polivalente y oficinas.

Manuela Brito fue la última en abandonar el portón. Lo hizo en 2007, tras la compra del inmueble por parte del Cabildo a sus anteriores propietarios. Existía riesgo de derrumbe, por lo que a sus más de 80 años se vio obligada a dejar la que había sido su casa desde 1973, año en el que dejó su Lanzarote natal. Brito enviudó con cuatro hijos a cuestas, «sin saber leer ni escribir vino para acá y nos sacó a todos adelante», cuenta Lola Martín, una de sus hijas. Trabajó de limpiadora y fue testigo de las últimas décadas en las que estas cuarterías estuvieron habitadas.

Las casas se vaciaron entre los 90 y 2007 por riesgo de derrumbe, algunas familias dejaron allí objetos

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Cuando los técnicos del Teatro Cuyás y la consejera de Cultura del Cabildo, Guacimara Medina, entraron hace un año por el portón de Domingo J. Navarro 19 se encontraron con un lugar detenido en el tiempo. Las casas se habían ido vaciando de manera paulatina desde los años 90 y sus antiguos moradores habían dejado atrás algunas de sus pertenencias. Principalmente muebles antiguos que no pudieron trasladar en la mudanza y cosas de escaso valor que decidieron dejar atrás. Trastos entre los que estaba un pepón cubierto de polvo y desnucado. Un muñeco que pasó por las manos de varias generaciones, entre ellas las de la propia Lola.

Después de mucho tiempo sin hacerlo, Lola Martín se acercó esta semana hasta la fachada del número 19 de Domingo J. Navarro. Lo hizo con su sobrina, quien también llegó a pasar allí su infancia cada vez que iba a visitar a su abuela. A los pocos minutos llegó Teresa Casiano Santana. Nieta de Juan Santana y Teresa Bolaños, vivió la mayor parte de su infancia en la que era la casa de sus abuelos, quienes llegaron a la capital grancanaria desde Gáldar en los años 20 del siglo pasado. Ambas se reencontraron a las puertas de lo que fue su hogar.

La casa de Antoñita ‘la bordadora’ era «la más grande, su marido era practicante y tenían algo más de dinero»

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Emilia, la única hija que sigue con vida del matrimonio galdense, de los cinco que tuvieron, recuerda que «allí empezó todo». Vivieron en la cuarta vivienda nada más entrar desde la calle, pared con pared la de Manuelita y sus hijos -al menos desde que estos llegaron a la capital grancanaria en 1973-. «Pagaban un alquiler a la familia Valido, que vivía en Ciudad Jardín», cuenta. Poco más de 14 euros pagaba la madre de Lola por último. En cambio, el edificio propiamente dicho tenía un local comercial en el bajo y una academia en la planta superior; el primer espacio está cerrado y el segundo es una productora cultural.

Al grupo de viviendas se accede a través de un pasillo que discurre por debajo de la planta superior del mismo inmueble. Casi al final se encuentra la puerta de la que fuera la casa de Antoñita la bordadora, «era la más grande de todas», precisa Lola. «Ella era como la matriarca de todo aquello, su marido era practicante, de los buenos, por lo que tenían algo más de dinero», añade Teresa por su parte. «Le pedías un arreglo, que te cogiera el vuelto de un pantalón, de un vestido y lo hacía sin pedir nada a cambio; al marido lo mismo», explican. Y es que allí dentro se ayudaban unos a otros.

Pared con pared

Al final del pasaje este hace un quiebro y gira por detrás del número 17 de Domingo J. Navarro. En la primera de las cuarterías vivía Antoñito el de las garapiñadas, «las hacía él mismo en su casa y después las vendía en Triana en la esquina donde está ahora Oysho [calle Torres]», apunta Teresa. La siguiente fue la de Manuelita de Lanzarote, quien llegó junto a sus hijos en 1973, Lola tenía entonces 13 años. A continuación, pared con pared, vivían Teresa y Juanito, abuelos de Teresa Casiano.

En las siguientes Candelaria y Nena, Sarito y el Cazador, Tomasito y Carmelita, «que vendía los ciegos»; y por último Domínguez, «estaba siempre enfadado, no nos dejaba jugar en el pasillo», cuenta Lola; «antes de él estuvo un hermano de mi abuelo que tampoco nos dejaba pasar hasta allí de niños», añade Teresa por su parte. Lo cierto es que por allí pasó mucha gente a lo largo de todo el siglo XX. En una de las viviendas llegó a vivir una tía de Teresa recién llegada de El Aaiún y con 13 hijos, toda una hazaña dadas las reducidas dimensiones de las casas.

Portón calle Domingo J. Navarro JC GUERRA

Las casas por dentro apenas tenían dos habitaciones, un salón comedor, una cocina de reducidas dimensiones y un baño minúsculo donde solo estaba el retrete. «Nosotros ni siquiera teníamos ducha, mis abuelos me bañaban en el fregadero y los adultos lo hacían con una palangana en el patio», detalla Teresa; «nosotros sí teníamos ducha», añade Lola, concretamente, la tenían en el hueco donde la otra familia tenía un trastero.

«Ni siquiera teníamos ducha, me bañaban en el fregadero y los adultos lo hacían en el patio», indica Teresa

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Tan solo una de las habitaciones tenía ventana, aunque esta daba al pasillo interior del portón, el cual era más bien estrecho. «Dentro tenías que estar a oscuras o encender la luz», cuentan ambas. No obstante, el patio que articulaba toda la casa, «mi abuela lo tenía lleno de helechas», estaba cubierto con planchas por lo que algún rayo podía entrar. Allí se vivía con mucha solidaridad y humildad, pero también de una manera precaria, «una vez al año mínimo tenías que estar echando cal y pintando», señala Teresa; «las humedades eran terribles», añade Lola, «las paredes eran de cal y canto, los materiales de antes».

Lo de subir a la azotea ya ni se lo planteaban cuando eran niñas, «a ver quién era el valiente de subir allí», apunta Teresa señalando una foto que conserva de la época en la que se observa una precaria escalera de madera, pegada a la pared y cuya pendiente era casi vertical. «Solo subíamos arriba para arreglar el techo», y evitar así que tuvieran goteras en invierno.

Portón calle Domingo J. Navarro Alejandro Quesada

Pese a todo esto ambas mantienen un buen recuerdo de la vida en estas cuarterías. «Pasé allí la mayoría de mi infancia con mis abuelos, aunque a quien sí criaron allí fue a mi prima Ana», señala Teresa; años más tarde, «un día nos dijeron que había riesgo de derrumbe y nos tuvimos que marchar, recogimos todo rápido y lo metimos en un camioncillo, dejamos la cómoda y otras cosas». 

«Nosotros en cambio fuimos los que más aguantamos», resalta Lola. Y es poco a poco desde comienzos de los 90 los habitantes del portón de Domingo J. Navarro 19 fueron abandonando el sitio. «En 2007 ya solo quedaba mi madre [Manuelita], el Cabildo compró aquello y nos fuimos, falleció a los pocos años y sufrió la conmoción de dejar su casa», añade.

Ahora tocará reformar un inmueble que no se toca desde hace más de una década. Al ser un edificio con protección arquitectónica, el Cuyás deberá respetar durante la reforma las fachadas de las cuarterías. La de Antoñita la bordadora la intención será convertirla en oficinas, mientras que el resto pasarán a ser una sala polivalente con diferentes usos. Al final del pasillo, donde por último vivió Domínguez, estará el acceso al patio principal del teatro al estar esta vivienda ya caída.

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