Crónicas de un rompesuelas

El enigma de la oreja perdida

La mansión más antigua que rodea la Alameda de Colón fue testigo de una inquietante desaparición tras la muerte de su ilustre propietario

Fachada de la Casa Civerio Lezcano, en la calle Doctor Domingo Déniz, junto a la Alameda de Colón. | | JUAN CASTRO

Fachada de la Casa Civerio Lezcano, en la calle Doctor Domingo Déniz, junto a la Alameda de Colón. | | JUAN CASTRO / Fabio García

Fabio García

El imperdonable abandono que sufren la mayor parte de los espacios públicos de nuestra ciudad sólo es comparable al aún más imperdonable olvido al que la sociedad canaria ha condenado a sus personajes más ilustres. Esto es lo que comprobé hace unos días paseando con un amigo por la Alameda de Colón, ahora en obras, y nos detuvimos a contemplar las tres mansiones, de gran interés arquitectónico, que aún sobreviven en la calle Doctor Domingo Déniz. En concreto, la que ocupa el número cinco y curiosamente cuenta con el mismo número de gárgolas de cañón, es la Casa Civerio Lezcano, que perteneció al mayorazgo homónimo. Pero en realidad, la vivienda en cuestión, ahora abandonada, no era la original, pues había sido reedificada alrededor de 1700, y un siglo después había pasado a manos de los Gourié, quienes la convirtieron en su mansión familiar. De hecho, allí había muerto en 1931 uno de sus miembros más insignes, Francisco Gourié Marrero, cuya curiosa vida mi acompañante comenzó a relatar:

-Cuando Francisco Gourié nació setenta y cuatro años antes, recibió, siguiendo las costumbres de la época, el mismo nombre que su abuelo, un francés de Fontainebleau, que llegó al archipiélago huyendo de las guerras napoleónicas. Al parecer alcanzó las costas majoreras a nado, pues el barco en el que se dirigía a la Antillas fue atacado por piratas, de los cuales huyó saltando al agua o según otras versiones fueron ellos quienes lo arrojaron por la borda. ¡Figúrate cómo era que a pesar de llegar con lo puesto a Fuerteventura, se había convertido en el hombre más rico de Gran Canaria antes de morir!

-¿Entonces su nieto nació en esta casa? –pregunté.

-No, porque era ilegítimo. Verás, su madre era una muchacha que trabajaba en la casa de su padre, Alfonso Gourié, así que tanto él como su hermana Rosario nacieron en la calle Travieso, donde vivieron con su madre hasta que el obispo obligó a Alfonso a casarse con ella.

A continuación pasó a enumerar todos los cargos que había desempeñado Francisco Gourié: concejal del Ayuntamiento de Las Palmas y del Cabildo de Gran Canaria, presidente de la Heredad de Aguas de Arucas, fundador y presidente del Monte de Piedad de la Caja de Ahorros de Gran Canaria, que posteriormente se convertiría en La Caja de Canarias, pero su obra magna había sido la Iglesia Matriz de San Juan Bautista, más –y mal– conocida como la catedral de Arucas, pues no sólo fue presidente de la junta encargada de su construcción sino su principal patrocinador.

-Cuando murió aquí, sucedió un incidente similar al enigma de la desaparición del cráneo de Goya o las manos de Perón, porque durante el velatorio alguien se llevó su oreja.

-¿La arrancaron la oreja al cadáver? –volví a preguntar.

-No seas animal, era postiza.

-¿Y cómo había perdido la suya?

La obra magna de Francisco Gourié fue la Iglesia Matriz de San Juan Bautista, más -y mal- conocida como la ‘catedral de Arucas’

-Nadie pierde una oreja.

-Bueno es un decir, ¿cómo se quedó sin ella?

-Fue un incidente bastante desagradable, siendo muy pequeño un cerdo se escapó de su pocilga y le comió la oreja y algo más…

Dejó la frase en suspenso, pero había que ser tonto para no deducir a qué parte del cuerpo se refería.

-Por eso no tuvo descendencia y sus herederos fueron sus sobrinos, pero nadie sabe a ciencia cierta quién se quedó con la oreja, porque no era una prótesis cualquiera. Costó una fortuna ya que había sido fabricada en París, siguiendo las últimas técnicas en el campo de la protésica. Quienes llegaron a verla y estaban al tanto de que no era la auténtica, contaban que era tan perfecta que prácticamente era indistinguible de una oreja normal. Incluso existe un retrato suyo realizado por Nicolás Massieu y Matos en el que aparece mostrando una de sus orejas y muchos discuten si es la postiza o la natural porque Massieu le dio un relieve especial. Según me han dicho la llevaba sujeta con una cadena de oro que ocultaba debajo del sombrero, pero en más de una ocasión se le cayó. De hecho circula la anécdota de que una noche, cuando abandonaba el Gabinete Literario, por aquella época el centro de reunión de lo más granado de la sociedad grancanaria, y cruzaba la Alameda de Colón para volver a su casa, un camarero se dirigió a él con el pabellón auricular en la mano diciéndole: ¡Don Francisco, espere, que se ha dejado la oreja en el baño!

-¿No decías que nadie pierde una oreja?

-Me refería a la verdadera.

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