Crónicas de un rompesuelas

El jardín de los frutos prohibidos

Una palmera enclenque es lo único que queda de un paraíso en la capital grancanaria que, como todos, ocultaba una serpiente

Palmera en el arranque del paseo Cayetano de Lugo, en Las Palmas de Gran Canaria. |

Palmera en el arranque del paseo Cayetano de Lugo, en Las Palmas de Gran Canaria. | / Juan Castro

Fabio García

El jardín, símbolo y utopía, ha sido objeto de nuestros afanes desde la noche de los tiempos. Es como si en lo más hondo del hombre existiese la necesidad de volver a disfrutar del olor de las flores, el murmullo del agua, el canto de los pájaros y la sombra de los árboles para sobrellevar la nostalgia de aquel paraíso perdido en el que una vez vivimos rodeados de animales y en el que tan sólo debíamos estirar la mano para obtener comida.

Por eso todas las ciudades han contado con espacios verdes y Las Palmas no ha sido una excepción. Como es natural, los más extensos se encontraban en sus afueras, hasta que el crecimiento urbano los engulló. El más célebre fue el jardín de Lugo, desaparecido, como todos, con la ampliación de la ciudad.

Aunque lo había oído nombrar, desconocía a su creador, Cayetano de Lugo, cuya controvertida figura descubrí hace unos días mientras recorría el paseo que lleva su nombre, cuando al llegar al tramo situado entre Tomás Morales y Pérez del Toro mi acompañante señaló una pal- mera endeble e inclinada que a duras penas se erguía en la mediana.

-Esto es lo único que queda del jardín de Cayetano de Lugo, ubicado en su finca, que antaño se extendía en los terrenos situados entre este paseo y Juan XXIII.

-¿Y quién fue ese señor?

-Un ilustre prohombre que aunque no jugase un papel relevante en la vida política de la ciudad era célebre entre sus habitantes por haber convertido su finca de Arenales en un lugar tan paradisíaco que acabó dando nombre a todo un barrio.

-Entonces era un jardín privado.

-Que el pueblo invadía como si no lo fuese, pues jamás cerró sus puertas al público.

-¿Y el dueño los dejaba campar por sus tierras como Pedro por su casa?

-Hasta el punto de que allí se celebraba el entierro de la sardina. Cayetano de Lugo era muy hospitalario y a cambio de abrir su jardín al público, éste lo cuidaba tanto que jamás arrancó ni una flor en señal de respeto a aquel anfitrión tan generoso y atento al que nada complacía más que compartir ese pedazo de paraíso que con tanto esfuerzo y dinero había recreado en la tierra.

-¿Tan impresionante era?

-Los cronistas lo describen como un vergel atravesado por veredas rodeadas por palmeras, bananeras, cauchos y otros árboles exóticos, junto a parterres donde brotaban jazmines, buganvillas, rosales, geranios y demás flores. Pero como todo edén que se precie también albergaba animales, pues además de una cuadra acogía tórtolas, cisnes y guacamayos.

-¿Y lo único que queda es esta palmera?

-Que ni siquiera formaba parte del jardín, ya que en realidad le hacía de mojón.

-¿Entonces no ha sobrevivido nada?

-Ni una brizna de césped. Al construir la Clínica del Pino, la plaza del Doctor Rafael O’Shanahan y el antiguo canódromo se destruyó todo.

Cayetano de Lugo, cacique de los Arenales, es recordado principalmente porque su apellido sigue dando nombre al barrio chino de la ciudad

-¿Y cómo es posible que cuando alguien pronuncie la palabra Lugo, lo primero que nos venga a la mente sea un barrio rojo en vez de un espacio verde?

-Porque como en los semáforos un color siguió al otro.

-¿A qué te refieres?

-¿Nunca has oído decir que todos los paraísos ocultan una serpiente? ¿O es que jamás te has planteado por qué se abrieron burdeles en un despoblado como era entonces Molino de Viento? Nadie crea un prostíbulo en medio del desierto y estos comenzaron con unas casuchas colindantes con el jardín. Don Cayetano era soltero, lo cual le permitía ejercer su derecho de pernada con la mayor libertad. Su hacienda era de tales dimensiones que necesitaba muchos sirvientes: jardineros, palafreneros, cocineras, limpiadoras, criadas y cuidadores de animales. Rodeado de tan amplio servicio, en el que abundaban –y no por casualidad– las chicas jóvenes, no era difícil deshonrarlas, práctica a la que fueron sumándose sus invitados más selectos. Los más distinguidos caballeros de la ciudad, que acudían a sus fiestas, tertulias y almuerzos, al encontrarse en las afueras, sin testigos, a salvo de miradas indiscretas, querían solazarse dando un bocado a la fruta prohibida de aquel paraíso. Y tantas bocas hambrientas acabaron dando origen a la apertura de varias lonjas de carne humana, que con el tiempo conformaron el llamado barrio de las ‘mujeres ruines’ que no en vano recibió el apellido de su promotor.

Al ver que aquel filántropo era un depredador sexual a lo Jeffrey Epstein, pero con jardín en vez de isla privada, exclamé:

-Entonces su edén era un paraíso para los hombres y un infierno para las mujeres, ¡vaya tesoro escondía el personaje!

-Nunca mejor dicho, porque a finales de los años 50, cuando comenzó a construirse la Clínica del Pino, se desenterraron varias vasijas repletas de monedas de diversos metales que se quedó su sobrino biznieto, un alcalde franquista.

-¿Y quién las había escondido?

-Es imposible saberlo. Antes de abrirse los bancos, los ahorros se ocultaban en casa. A veces, sus propietarios morían repentinamente sin poder revelar su existencia a sus familiares y la madre de Cayetano falleció durante la epidemia de cólera morbo de 1851.

-Quizás no le dijo nada porque no confiaba en él.

-Y como mujer no le faltaban motivos.

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