Crónica

Sangre en las calles

Las calles de Las Palmas ocultan numerosos crímenes que demuestran que sus habitantes no se han vuelto más violentos con el paso del tiempo

Calle Doctor Rafael González, en Las Palmas de Gran Canaria.

Calle Doctor Rafael González, en Las Palmas de Gran Canaria. / La Provincia

Fabio García

Estos días de invierno, tan cálidos y soleados que prueban mejor que nada el cambio climático, invitan a pasear y eso hacía con mis sobrinos cuando uno de ellos sacó a colación la pelea que había tenido lugar la noche anterior en la Estación de Guaguas del Parque San Telmo. Una riña tan violenta que hizo correr la sangre, pues al parecer se había saldado con un herido por arma blanca.

-Las Palmas se está volviendo cada vez más violenta e insegura –afirmó uno.

-Estás cosas no sucedían antes, cuando esta ciudad era tan pequeña que se conocía todo el mundo –añadió el otro.

-¿Estáis seguros? –respondí–, por aquí cerca hay una calle que oculta una historia que demuestra justo lo contrario. Un episodio, ya olvidado, de la crónica negra de esta ciudad que os iré contando mientras vamos hacia allá.

Entonces los llevé hasta la Alameda de Colón donde comencé a relatar la historia:

-La noche del jueves tres de octubre de 1901 los jardines que ocupaban esta alameda se hallaban repletos, pues por aquel entonces el clima no había enloquecido aún, de modo que a comienzos de otoño hacía el tiempo perfecto. Aquella velada deliciosa, amenizada por la banda del Regimiento, había congregado a multitud de jóvenes, entre los que se encontraba Domingo Marrero quien paseaba acompañado de sus amigos. Llegado un momento, se internaron por un sendero tan estrecho que Domingo tuvo la mala suerte de rozarse con un teniente de infantería destinado en Las Palmas, llamado Francisco Cabrerizo Castellón, que paseaba en sentido contrario. A pesar de que el roce no fue intencionado dio lugar a una discusión llena de insultos y amenazas que acabó con Francisco abandonando la plaza para volver media hora después a invitar a Domingo que lo acompañara fuera. Ambos cruzaron la calle General Bravo y se encaminaron a la de los Moriscos desde la cual se oyeron a continuación dos disparos que rompieron el ambiente del que disfrutaban quienes se estaban divirtiendo en la alameda y el Gabinete Literario. Al ignorar de dónde venían los tiros, muchos corrieron en varias direcciones, y quienes llegaron a la citada calle encontraron junto a la fachada del convento de las Dominicas, en medio de un gran charco de sangre, a Domingo, y de pie a Francisco empuñando un revólver.

-¡Le había disparado!

-Y a bocajarro. Una bala le entró por la frente, sobre el ojo izquierdo, quedando incrustada en el cerebro y la otra en la pared. La calle estaba a oscuras, así que el pobre no debió ver a su asesino empuñar el arma hasta que fue demasiado tarde.

-¿Todo aquello por un roce?

-Al parecer habían tenido más de uno, pues los jóvenes oficiales no solían ser queridos por quienes careciendo de uniforme se consideraban en desventaja a la hora de cortejar al bello sexo, a lo cual se añadía la tradicional rivalidad suscitada por el hecho de que uno fuera peninsular y otro canario.

Al ver que ambos habían sido víctimas de su falta de madurez, uno de mis sobrinos preguntó:

-¿Qué edad tenían?

-El homicida veinte años y su víctima dos más.

-¿Qué hicieron con él? –preguntó el otro

-Desarmarlo y llevarlo al Cuartel de San Francisco.

-Debió haber sido un escándalo –dijeron casi al unísono.

El crimen de la calle de los Moriscos ha caído en el olvido, pero durante décadas ocupó un lugar destacado en la crónica negra de la ciudad

-Imaginaos algo así en una ‘ciudad’ como aquella, de menos de cincuenta mil habitantes, en la que entre Las Palmas y el Puerto no había más que fincas y caminos polvorientos, por lo que el padre de la víctima, que se encontraba en las Canteras, tardó más de dos horas en llegar hasta aquí. Quizás por eso el entierro fue tan multitudinario y estuvo presidido nada más y nada menos que por el capitán general de Canarias, Ignacio Pérez Galdós.

-Por los apellidos supongo que era hermano de Benito –dijo el mayor.

-Evidentemente, pero ni eso evitó que al año siguiente fuera destituido por el ministro de la Guerra, Valeriano Weyler.

-¿Por qué?

-Supuestamente por haber llevado el asunto a un tribunal civil, lo cual fue la gota que colmó la paciencia de la buena gente de esta ciudad.

-¿Qué sucedía?

-Desde hacía tres años en España ya se ponía el sol, lo cual había hecho descender notablemente el tráfico comercial originando una crisis económica que en las islas fue muy grave. Pero el autor de Fortunata y Jacinta envió a su viejo amigo Fernando León y Castillo, por aquel entonces embajador en París, una extensa y vehemente carta en la que protestaba contra aquella injusticia, que según él tan sólo era otra excusa para continuar con la vieja costumbre de no confiar el mando del archipiélago a los canarios. Por supuesto el recién nombrado marqués del Muni contestó inmediatamente desde la ciudad de la luz considerando que el cese no sólo era una injusticia sino un error.

-¿Y cómo acabó todo?

-Gracias a las habilidades diplomáticas del teldense, el asunto se resolvió con un real decreto que al año siguiente devolvió a Ignacio el cargo que desempeñaría hasta su muerte.

Entonces llegamos a la vía que une Malteses con Torres y cuando les dije que aquella era la calle de los Moriscos mis sobrinos miraron la placa y exclamaron:

-¡Pero si esta calle se llama Doctor Rafael González!

-Sólo a partir de mediados del siglo pasado, cuando el ayuntamiento, para perpetuar la memoria de aquel médico, cambió su nombre, que siempre había sido de los Moriscos.

-¿Por qué?

-Pues porque en ella se habían establecido los descendientes de aquellos musulmanes que una vez acabada la Reconquista permanecieron en la Península. Aquí tenían sus tiendas y talleres ya que eran pequeños comerciantes, buhoneros, orfebres y artesanos, cuyos trabajos eran muy apreciados, especialmente los de madera, tan sólo tienes que ver la calidad de los artesonados mudéjares que aún conservamos.

-¿Y cómo es que no fueron expulsados como el resto a principios del siglo XVII?

-Porque a pesar de que en secreto continuaban practicando su fe, convivían pacíficamente con el resto de la población, un ejemplo de convivencia que ya podían haber imitado quienes los expulsaron por la fuerza del resto de España, obligándolos a convertirse en bandoleros o piratas, otra prueba más de que a pesar de lo que comúnmente se cree, la sociedad no es cada vez más violenta aunque intenten convencernos de todo lo contrario.

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