Opinión | Tropezones

Breverías 139

Isabel Díaz Ayuso junto a su pareja, Alberto González.

Isabel Díaz Ayuso junto a su pareja, Alberto González. / EP

Leí el otro día en relación con el novio de una popular política madrileña, que era el afortunado propietario de un coche de la marca Maserati. Sin existir ningún tipo de afinidad previa, es un dato que para mí le hizo ganar puntos. Porque no se trataba de presumir de Ferrari, o incluso alardear de Lamborghini, sino de confiar en «la marca del tridente», un automóvil en la gran tradición de los sedán deportivos selectos empero discretos, de toda la vida.

Los ingleses, tan implicados en posesiones acordes con su pertenencia social, escogen a menudo un Bentley, en lugar de su gemelo Rolls Royce; porque se trata de evitar la ostentación, de no ser tomado por nuevo rico, sino por lo que los británicos denominan old money, dinero viejo, el de las familias de alcurnia, las de siempre.

Por supuesto que no conozco de nada al dueño del Maserati, y podrán alegarme que lo compró porque era más barato, o de interior más amplio, o qué sé yo. Pues a los que pretenden meterme el dedo en el ojo desarbolando mi elucubración, les pincharía con que este señor parece hacer gala de similar discernimiento en la elección de su automóvil que en la de su pareja.

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Me hubiese gustado hallar un paralelismo con la elección de vehículos selectos en EEUU, pero desconozco las últimas tendencias en coches de potentados americanos. Lógicamente en un país donde no constituye ningún desdoro ser rico, el coche ha de ir en consonancia con el poder adquisitivo de su propietario. De siempre el modelo más codiciado era el Cadillac (en América pronunciado kadélak), en parte posteriormente desbancado por el Lincoln Continental, transporte oficial del presidente. Pero por lo observado en los informativos recientes del país, podrían ser ambos suplantados por exclusivos deportivos europeos, o algún clásico vintage, ya sea americano o de marcas añejas del viejo continente. Y por supuesto que no es tanto ya cuál es el modelo de berlina favorito del interesado con posibles, sino cual es el vehículo predilecto de la flotilla que alberga su garaje.

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Y hablando de coches presidenciales, me viene a la memoria una curiosa anécdota de mis años universitarios en Estocolmo. Cursaba yo estudios con R.B., hijo del embajador de Francia en la capital sueca, y en ocasiones compartíamos también cena familiar en el palacete de la embajada, con gran solemnidad y prosopopeya. Pues bien, se acababa de presentar en Parés el revolucionario Citroën DS 19, apodado «tiburón», absolutamente innovador, con su suspensión hidroneumática que hacía de la marcha una travesía sobre alfombra voladora.

Así pues, llegó un buen día a la embajada el famoso vehículo, de aspecto futurista y algo intimidante. Al embajador le faltó tiempo para salir a la calle a probar el monstruo recién incorporado al parque móvil de la embajada.

Y ahí tuvimos la oportunidad, el asombrado hijo del embajador y yo, de contemplar la metamorfosis de envarado diplomático Dr. Jeckyll, en gamberro Mr. Hyde. Como un poseso agarró el volante y arrancó el automóvil, pero no para circular pausadamente por la avenida donde se encuentra la embajada, sino para subir y bajar violentamente por sus aceras, afortunadamente desiertas a esa hora, poniendo a prueba y de qué manera la original amortiguación del coche; posteriormente tuve oportunidad de vivir la asombrosa suspensión, que efectivamente se comía los baches como por ensalmo: «¡Chóquela, excelencia!»