En la despedida

El hombre que ganó la batalla del peine

Canarias despide a Lorenzo Olarte, tras haber perdido a Guillermo García-Alcalde y Jerónimo Saavedra. Ojalá estén ahora juntos en alguna parte de charleta

Olarte juega con el arma con el que  iba a dar el pistoletazo de salida a una carrera popular en la capital grancanaria.

Olarte juega con el arma con el que iba a dar el pistoletazo de salida a una carrera popular en la capital grancanaria. / Juan Gregorio

Teresa Cárdenes

Teresa Cárdenes

Nueve meses han bastado para que Canarias haya perdido casi de golpe a tres grandes de la inteligencia política, el periodista, ejecutivo y músico Guillermo García-Alcalde, el ex presidente Jerónimo Saavedra y ahora, tristemente a su homólogo Lorenzo Olarte. El primero, un genio del contrapoder democrático cuya inteligencia y depurada diplomacia vaticana le hicieron durante décadas una de las figuras más respetadas y temidas por cualquier político canario. El segundo, aquel expresidente igualmente renacentista de cuyos grandes logros suele olvidarse el más importante de todos: haber llenado Canarias de colegios para poner fin al desdoblamiento de la jornada escolar, aquel disparate pedagógico que, por falta de plazas públicas suficientes, obligada a niños sin recursos a ir a clase en turnos de mañana o de tarde. El tercero, ese era Lorenzo Olarte, el hombre que un día se plantó nada más y nada menos que ante España y la entonces Comunidad Económica Europea para paralizar el desmantelamiento progresivo de los arbitrios canarios, no sin antes espetarle al Gobierno de Felipe González su ya ultra famoso «Madrid se va a enterar de lo que vale un peine».

A diferencia de García-Alcalde o de Saavedra, de Olarte podría decirse que era cualquier cosa menos florentino. Él era más la alegría campechana de la huerta. Un tipo listísimo, pero también chistoso, de cuya cabeza siempre salían a velocidad del rayo grandes ocurrencias políticas, como la del famoso peine, pero también ironías divertidísimas, normalmente destinadas a noquear sin despeinarse a sus competidores políticos mientras la audiencia estallaba en carcajadas.

Si una persona pudiera descodificarse como una colección de piezas, era como si en la construcción de Olarte alguien hubiese unido en su cabeza un procesador de última generación, la ironía descarnada de Groucho Marx, el gracejo de Gila, una micra de Chiquito, la sagacidad del personaje de Bruce Willis en la Jungla de Cristal y un toquecillo de tahur del Mississipi aplicado a la feria de vanidades, batallas de egos y ambiciones infinitas que habitan en la política. Porque eso, una jugada maestra de póker, fue exactamente lo que hizo cuando blandió el famoso peine frente a la despectiva frialdad del entonces ministro Solchaga y la gélida rigidez de su secretario de Estado de Hacienda, Josep Borrell.

Pero en ese puzle falta una de las piezas básicas: su sentido de la lealtad. Pocas veces se ha visto en la escena pública un ejemplo de fidelidad y nobleza tan contundente como el comportamiento durante años de Lorenzo Olarte ante alguien a quien él respetaba mucho, más allá de la política. Esa persona era Adolfo Suárez, el genio de la Transición al que solo la perspectiva del tiempo y los futuros historiadores reconocerán el servicio impagable que rindió a los españoles.

Con Adolfo Suárez trazó, organizó y ejecutó Olarte otra de sus grandes jugadas maestras: el primer consejo de ministros dedicado monográficamente a Canarias. Nada de bla, bla, bla ni de verborrea vacía ni de numeritos protonacionalistas. Si Canarias era importante, lo suyo era dedicarle entero y en exclusiva un consejo de ministros. Y así fue. Gracias a Olarte y a quien fue su discretísimo mentor.

Cuando ya UCD había saltado por los aires en medio de mil batallas internas, Olarte acompañó por supuesto a Adolfo Suárez en su Centro Democrático y Social. Siglas por las cuales trotó incansablemente por Canarias, en jornadas de trabajo inagotables que empezaban al alba y acababan de madrugada en lugares como Castillo del Romeral, Tejeda o Las Lagunetas. Olarte parecía estar siempre en todas partes, animoso, ocurrente y divertido, hablando con todo cristo, pateándose los pueblos uno por uno, como si hubiese ingerido cantidades industriales de bebidas energéticas. Su secreto eran micro siestas, pequeñas cabezaditas de apenas unos pocos minutos que él se echaba sin que nadie lo viera en la soledad de algún despacho o en los largos trayectos en coche, tras las cuales aquel hombre se comportaba como si le hubiesen reseteado el cerebro para instalarle otra vez un ultra procesador de última generación.

La política genera muchas veces, aparte de aburrimiento, toneladas de surrealismo. De eso también sabía mucho Lorenzo Olarte. En ese surrealismo vivió una fracción de su carrera política cuando, durante el mandato presidencial de su compañero de filas Fernando Fernández, Olarte asumió la vicepresidencia. Gobernaron sobre un potaje de siglas y una suma de diputados que era la versión corregida y aumentada del camarote de los hermanos Marx, aunque en versión aldeana y también algo cateta.

Fueron meses en los que el Gobierno y sus apoyos parlamentarios escribieron grandes momentos para la antología del disparate, entregados sin desmayo al arte de la puñalada trapera. Incluidos por supuesto su presidente y su vicepresidente, de los cuales se decía que llegaron a cruzarse en vuelo yendo y viniendo de Madrid cuando iban a buscar, cada uno por su lado, la discreta mediación de Suárez en busca de una paz imposible. En medio de aquel carajal, la guinda la solía poner el también centrista Jesús Morales, que siempre, irreductible, aunque desde la sala de prensa se escucharan las detonaciones de las bombas de racimo o el silbido inconfundible de los sables en los despachos del pacto, repetía ante los periodistas la misma e idéntica frase: «¿que cómo están el partido, el Gobierno y el pacto? ¡Como una balsa de aceite!»

La evolución de la balsa de aceite es historia conocida. Y llegó al paroxismo cuando en enero de 1989, año y medio después de constituirse el Gobierno, Fernando Fernández fue acribillado por el propio pacto, después de autoinmolarse con la presentación de una cuestión de confianza en el Parlamento de Canarias y de que sus socios le dejaran caer. Le sustituyó Olarte. Y al poco comenzó la batalla del peine.

A Olarte le encantaban las palomas. Se hizo de hecho construir un pequeño palomar en el jardín de su casa, a apenas unos metros del lugar donde uno de sus hijos cuidaba cachorritos de perros de raza. El lugar, su casa, su jardín, su palomar, los perros, junto a su inseparable María Lecuona, donde Olarte procesaba las mil y unas puñaladas políticas que se repartían a diario en el germen de lo que finalmente sería Coalición Canaria. A fin de cuentas, aquello no era también sino el potaje donde nadaban algunos de los más afamados tiburones de la política local, alguno blanco, algún martillo... y mucho pejeverde.

Con el tiempo, como todos, al final se quedó solo. Porque para Olarte, como para muchos otros, empezando por el propio Adolfo Suárez, la vida y la política solo le devolvieron en términos inversamente proporcionales la lealtad que profesaron o la energía que invirtieron en lo público o el intento de mejora de la vida de la gente en tareas como la creación de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, aprobada por el Parlamento durante el mandato presidencial de Lorenzo Olarte.

Años antes de que se instalara en su biografía la casi inevitable soledad se había cruzado el crudo episodio del caso Tindaya. Aquel bellísimo y genial proyecto de Chillida que tropezó primero con la resistencia majorera a que se tocara la montaña, pero sobre todo con un intento de ejecución formal al término del cual lo único que se perdió fue el tiempo y una ingente montaña de dinero público.

Hace escasamente nueve meses, Olarte acudió a la despedida de su amigo del alma Guillermo García-Alcalde. Por mucho que su salud estuviera ya ostensiblemente tocada, nada seguía deteniendo a aquel hombre que un día le montó el pollo canario del siglo al Gobierno de Felipe González. Allí, en el velatorio, lloró casi como un niño, porque Olarte conservaba entera su espontaneidad para todo, incluida la expresión de la tristeza. A apenas unos metros, Jerónimo Saavedra hacía exactamente lo contrario, un ejercicio de contención y resistencia, porque a él, por mucho que le doliera, rara vez se le escapaba una lágrima.

Hoy, en apenas nueve meses, Canarias despide al tercero de los tres. Ojalá estén ahora juntos en alguna parte de charleta. Los dos primeros queriendo hablar todo el rato de Mahler. Y el tercero cachondeándose de la cara que debió poner Solchaga cuando leyó lo del peine.

Descanse en paz, señor Olarte. Que la tierra le sea leve.