Opinión | Reflexión

Lo mío y lo nuestro

Un soldado de Ucrania a cargo de una pieza de artillería.

Un soldado de Ucrania a cargo de una pieza de artillería. / EFE

El primer hombre a quien, cercando un terreno, se lo ocurrió decir esto es mío y halló gentes bastante simples para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos; cuántas miserias y horrores habría evitado al género humano aquel que hubiese gritado a sus semejantes, arrancando las estacas de la cerca o cubriendo el foso: «¡Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y la tierra de nadie!»

Impresionante relato extraído del Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, de Jean Jacques Rousseau. Me estremece profundamente porque en pocas palabras acierta a poner el dedo en la llaga; además, siempre he entendido este mensaje alineado con el pensamiento de los Santos Padres de la Iglesia (Cipriano, Basilio, Juan Crisóstomo, Agustín de Hipona, entre otros) que advierten insistentemente sobre la enorme sinrazón de considerar exclusivo mío lo que es nuestro.

Sin entrar en otras profundidades que nos llevarían demasiado lejos, puede ser oportuna alguna reflexión en torno a esta visión exclusivista de la tierra, cuando nos encontramos en vísperas de elecciones autonómicas en Euskadi y Cataluña. No cabe duda de que, junto a las normales tensiones que se generan en cualquier situación de gobierno, este sentido de propiedad excluyente sobre los territorios, que algunos postulan, añade un enorme componente de tensión e inquietud en la convivencia y genera cuadros de comportamiento personales y colectivos que nada tienen que ver con la estabilidad necesaria, siempre tan efímera, en la vida de las personas y los grupos.

No vamos a analizar la definición y consecuencias que se derivan de los conceptos de nación, pueblo y Estado que han venido alimentando las reivindicaciones nacionalistas desde el siglo XVIII en adelante; esto lo dejamos en manos de los politólogos; simplemente reflexionamos sobre lo que ello ha provocado desde entonces en la historia de ña humanidad y cuanto pueda continuar provocando, porque está claro que, a pesar de ello, no aprendemos. Sabemos que uno de los factores que desencadenaron la I Guerra Mundial fue el intenso espíritu nacionalista que se extendió por Europa a lo largo del siglo XIX y comienzos del XX; y no aprendemos. Conocemos tantos análisis políticos que sitúan este sentimiento a la base de guerras civiles y ambiciones territoriales, desde Ruanda y Yugoslavia hasta el actual conflicto en Ucrania; y no aprendemos. Y entre nosotros, por no ir más lejos, aún tenemos muy vivo en la memoria demasiado dolor por esta causa, demasiada sangre, demasiado odio acumulado; y no aprendemos.

Desde nuestra ingenuidad, nos preguntamos el porqué de esa intensidad en el mensaje nacionalista que domeña tantas voluntades. Quizás predisponga a muchos para considerarse distintos y aun superiores a otros a quienes lleguen a percibir como un peligro porque puedan contaminar la pureza de sus apellidos; o porque crean que puedan robarles lo que consideran suyo y solo suyo; o porque teman potenciales invasiones de su territorio que difuminen el tono de la propia identidad. Es evidente que un mensaje tal, aúna y transforma a muchos con vinculaciones tan intensas y dogmáticas como las de cualquier religión o secta. Y cuando ese sentimiento encuentra acomodo en el corazón de las personas, es capaz de condicionarlas absolutamente y aun destruir lo que encuentre a su paso, por importante que sea. Así, vemos cómo agrupaciones políticas que proclaman a los cuatro vientos la unión de todos los parias de la tierra, sucumben a este sentimiento reforzando límites y fronteras; observamos a comunidades religiosas basadas en la universalidad del mensaje evangélico, y que ahora se prestan a ser sustento y cobijo de quienes marcan líneas de sangre entre las personas; hemos vivido núcleos familiares y sociales amorosamente constituidos, que han terminado su convivencia abruptamente por esta dialéctica. Y a nivel general, para qué vamos a decir nada más; tenemos sobrada experiencia, bien reciente y dolorosa, como para reconocer esa metástasis que nos corroe y que nos hace temer por la estabilidad de esta base social y política y por una necesaria convivencia en paz a la que tenemos derecho.

Por supuesto que nada objetamos al amor y compromiso con la propia tierra, con las personas cercanas, con la herencia recibida y con el entorno en que vivimos, que nos identifica y que de forma tan decidida imprime un sello de pertenencia en nuestra forma de vida y en nuestros afectos. Es simplemente que eso tan mío está unido y comprometido en un diálogo indeleble con todo lo nuestro.

Estamos en vísperas electorales. Puedo imaginarme muchos discursos porque ya nos regalan anticipos bien explícitos. A veces intento no prestar demasiada atención a tanta palabrería, como cuestión necesaria de higiene mental por cuánto como me duele la actitud de quienes cercan el terreno y proclaman que esto es suyo, como porque hallen gentes bastante simples para creerles, aplaudirles y continuar sumisamente a su lado, por utilizar las mismas expresiones de Rousseau. Pero soy consciente de que poco servirá esta advertencia, este desahogo personal, cuando ha habido voces tan autorizadas que lo han proclamado a lo largo de la historia y apenas han logrado algo: «Guardaos de escuchar a este impostor; ¡estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y la tierra de nadie!». Al menos, hay que intentarlo.