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Stendhal y su síndrome

Stendhal y su síndrome

Stendhal y su síndrome / La Provincia.

Los síndromes no son recomendables. Y menos cuando tienen nombre y apellido, con su carga añadida de intimidación. Los hay temibles, como el de Hodgkin, que viene a ser un linfoma maligno, hasta no hace mucho considerado incurable, y los hay inofensivos como el síndrome de Gilbert, que padece el que suscribe, y que pese a consistir en la aparición de niveles elevados de bilirrubina, por lo general ni siquiera presenta síntomas.

Pero existe un síndrome que por lo menos a mí siempre me había sonado como algo envidiable, tal vez por afectar a personas sensibles y de talento como el famoso escritor francés que le da nombre, Stendhal. Y sobre todo por la causa desencadenante del trastorno: ni más ni menos que la belleza artística extrema. La medicina describe la afectación como «psicosomática», término que sirve de comodín cuando la ciencia médica no parece saber muy bien cuál es la causa real. Y el fenómeno se manifiesta ante la contemplación de alguna obra de arte considerada extremadamente bella, por cierto, otra apreciación difícil de objetivar.

Teniendo en cuenta la génesis del proceso, me causaban cierta envidia los que lo padecían: como aquellas ocasiones en que se ha sentido uno acomplejado cuando un amigo te apabulla con la entusiasta vivencia de una sinfonía maravillosa que le ha hecho llorar y que a lo mejor a ti no ha llegado a emocionarte.

Bueno, pues ahora resulta que no se necesita estar aquejado de ningún síndrome: lo que afecta a tu amigo es común por ejemplo a Einstein, o Nicole Kidman , y a casi el 12% de toda la población. Pertenecen a la categoría de sujetos PAS, o sea Personas Altamente Sensibles. Estas personas tienen efectivamente la lágrima fácil e incluso en ocasiones cierta tendencia a momentáneos desvanecimientos.

Pero nada que ver con los traumáticos síntomas del Stendhal caracterizados por ritmo cardíaco disparado, palpitaciones, vértigo, mareo, sudoración y desorientación general. El propio Stendhal, al salir de la basílica de la Santa Croce de Florencia, que había sido la espoleta de su síndrome, se sincera: «al salir de Santa Croce tenía un latido irregular, la vida se me estaba acabando, caminaba con miedo a caerme».

Y no es casualidad que su síndrome irrumpiera en Florencia. De hecho la dolencia también se conoce como «síndrome de Florencia», o «síndrome del viajero», pues no son infrecuentes los visitantes de la ciudad que se han visto golpeados por el famoso síndrome, ante tantos estímulos como el David de Michelangelo, el lienzo de la adoración del niño Jesús en la Galería degli Uffizi, o el Nacimiento de Venus de Bottichelli.

Hasta el punto que tal vez fuese oportuno que la oficina de turismo de Firenze tomara cartas en el asunto, y para preservar la salud de sus turistas dispusiera colocar unas oportunas inscripciones de advertencia a los potenciales afectados en los lugares de más peligrosa belleza de la ciudad.

Y ya puestos, y tirando de mi experiencia personal, yo colocaría un rótulo en la colina del Piazzale Michelangelo, emplazamiento de máximo peligro ante la bellísima vista que se ofrece a los viajeros sobre toda Florencia. Y si esperan a la hora del crepúsculo, cuando el sol cubre de bronce la catedral del Duomo y los altos de la ciudad, me temo que los propensos al síndrome tienen todas las papeletas para terminar como el propio Stendhal, «con su vida acabándose, y a punto de caerse».