Punto de vista

Una deuda con Tamaraceite

La familia Arencibia Villegas, cuya noble Regina fue prototipo de honradez y ética, dicen de la idiosincrasia de la gente del viejo Tamaraceite

Actual edificio del intercambiador de guaguas de Tamaraceite, que se ampliará para instalar el centro de control de la movilidad.

Actual edificio del intercambiador de guaguas de Tamaraceite, que se ampliará para instalar el centro de control de la movilidad. / Juan Castro

Laurentina Parada

Tengo una deuda con este barrio capitalino donde pasé mi feliz infancia. Pueblo de gente noble, que habitaba en las casas de La Carretera y otras pocas calles más, y en las cuevas de La Montañeta, vestigios del pasado guanche donde muchas familias tenían su hogar.

El cariño y aprecio demostrado a mi madre, maestra titular desde que ganó la plaza por oposición, hasta su jubilación, toda una vida, no se puede olvidar.

Familias como las Cabrera García, con su vivienda rodeada de fincas, donde disfruté de la vida de campo participando en el descamisado de las piñas del millo y viendo cómo se hacían las roscas o se asaba el cochafisco; cómo se guardaba el tocino después de la matanza, o saboreando los ricos higos de la higuera al borde del cercado de millo, son también recuerdos inolvidables para mí.

La familia Arencibia Villegas, cuya noble Regina fue prototipo de honradez y ética, dicen de la idiosincrasia de la gente del viejo Tamaraceite.

Y personas como Concha Gil y Ana Bolaños, alumnas de mi madre y fieles amigas toda la vida, fueron un tesoro incalculable que pudimos disfrutar.

El tañido de las campanas de la iglesia, de tan espléndido sonido, nos alegraban las fiestas o nos recordaban la pena por algún fallecido; y la amplia vista del valle cubierto de plataneras que teníamos desde nuestra casa, o los paseos hasta San Lorenzo por la pista del barranco, descubriendo lagartos y dejando atrás estanques de tierra, casi siempre con agua, y la Casa de los Picos, quedaron grabados en mi memoria para siempre, así como el recuerdo de las romerías a La Milagrosa, con las jóvenes ataviadas con el traje típico de Néstor que regresaban montadas en camellos, creando un bello espectáculo a lo largo de la carretera de San Lorenzo.

Llegarnos el sonido de las isas y folías que cantaban las mujeres mientras lavaban la ropa en la acequia de la verde montaña de La Herradura, era una delicia para nuestros oídos. Y ver bajar las pendientes escaleras de la Plaza de la Iglesia a las jóvenes acarreadoras, con sus latas con agua de la fuente en la cabeza, sin que jamás perdieran el equilibrio, o ver pasar a las mujeres que venían del molino con los talegos de gofio sobre el rolo en la cabeza, lo hacía todo muy especial. El rico pan o los queques exclusivos de la panadería de Doña María Villegas, son también recuerdos de la niñez guardados en mi mente.

Y el hermoso rincón de la vieja ermita de San Antonio Abad, el barranco y la presa, con sus paredes cubiertas de vegetación, no sé si aún se conservan igual, porque cuando paso por el pueblo me pierdo con tanta autovía y tanta construcción, y no veo nada más.

Lamentablemente, Tamaraceite ya no es ese barrio capitalino aislado, con su personalidad e idiosincrasia, y el cemento lo ha invadido todo. Ya no hay plataneras, ni lavanderas, ni casas de campo, ni cercados de millo. Los antiguos habitantes se han visto reducidos al centro antiguo, rodeados de cientos de nuevos edificios, centros comerciales y gentes de todas partes que se han instalado en lo que antes era un pequeño pueblo, y que es ahora una verdadera ciudad.

Con un recuerdo especial para los excelentes maestros y mejores personas que fueron don Lorenzo, oriundo del pueblo, don Manuel Balbuena, doña Purificación Ojeda y doña Teresa Rivero, así como para todo el alumnado de aquella época, termino este pequeño homenaje gracias a la cortesía de LA PROVINCIA, que también llegaba entonces puntualmente cada mañana a Tamaraceite.

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