Petricor

Normal como tú

Si tienes estas pesetas en casa te harás rico

Si tienes estas pesetas en casa te harás rico

Pilar Ruiz Costa

En un tiempo muy lejano, de EGB y pesetas, trabajé en una pequeña tienda de moda en la calle de las farmacias. Tenía por compañera a una mujer voluptuosa que no exagero ni esto si les digo que era -y es- infinitamente más atractiva que yo. Y más guapa, que son cosas parecidas pero distintas.

Eran otros tiempos. Las compras se hacían en persona o no se hacían. Y de tanto en tanto, algún hombre, solo, aparecía en busca de un regalo con el que sorprender a una mujer. Da igual que fuera la esposa desde hace décadas o la novia reciente, siempre siempre tenía lugar la misma situación; zanjados el asunto de la prenda y el precio, cuando llegaba el momento de la talla, el hombre se encogía de hombros y contestaba con un: «la normal». Ajá, pero ¿normal como 38, 40, 42…? Y así íbamos mi compañera o yo, indistintamente, mostrándole anchos de cintura o largos de blusa y el pobre, acababa respondiendo: «Normal, ella es normal».

Lo cual nos alegraba muchísimo, pero tratando de finiquitar la transacción no nos dejaba otra alternativa que ponernos muy firmes la una al lado de la otra y preguntarle: «Pero normal, ¿más bien tirando a ella o tirando a mí?». Y aunque les recuerdo que la guapa, era -y es- mi compañera, da igual la edad del sujeto o el parentesco con la mujer, siempre respondía: «¡No, no, como ella, no! Normal como tú».

Aquel triunfo de la vulgaridad sobre lo extraordinario me aturdía, hasta que me resigné a que sería la enésima evidencia de un viejo lamento de la actriz Margarita Carmen Cansino -más conocida como Rita Hayworth-: «Todos los hombres que conozco se acuestan con Gilda pero se levantan conmigo». A Hayworth la recuerdan una estrella en el paseo de la fama de Hollywood y una calle en Castilleja de la Cuesta, Sevilla, donde nació y vivió su padre antes de emigrar a Nueva York, y a Gilda, uno de nuestros pinchos más populares basado en retorcer una anchoa entre encurtidos.

De hecho era más de justicia ponerle el nombre de Gilda al ‘Síndrome de París’, en lugar del de la ciudad, pero quiso la suerte que un psiquiatra japonés, Hiroaki Ota, que trabajaba en Francia, observara en algunos turistas un trastorno psicológico transitorio durante sus vacaciones en la capital francesa. El principal síntoma era una aguda desilusión al comprobar que la idealizada imagen de París no se correspondía con la realidad. De media, 12 turistas japoneses al año lo sufren. En su mayoría románticas mujeres en la treintena hasta el punto que la embajada japonesa ha dispuesto una línea 24 horas.

Pero a veces es a la inversa y la belleza desborda nuestras expectativas. Lo denominó Síndrome de Stendhal la psiquiatra florentina Graziella Magherini, autora de El síndrome de Stendhal (1989), donde compartía sus experiencias con pacientes del Hospital Santa Maria Nuova donde ciertos visitantes extranjeros, presentaban una condición psicosomática caracterizada por aceleración del ritmo cardíaco, desmayos e incluso alucinaciones tras enfrentarse a la belleza y el arte de Florencia.

El nombre elegido era el del escritor francés, Henri-Marie Beyle, más conocido como Stendhal, que narraba el descubrimiento de la ciudad en Roma, Nápoles y Florencia (1817): «Experimentaba una especie de éxtasis por la idea de estar en Florencia».

A Stendhal se le recuerda, además de con un síndrome, una calle en Florencia y una ruta de trenes nocturna que va de París a Milán, Verona y Venecia: el Stendhal Express. Magherini siguió profundizando en el triunfo de lo extraordinario sobre la vulgaridad -o enfermedad del buen gusto- con otro libro: Me enamoré de una estatua (2007). Mucho años antes, en 1988, Joaquín Sabina había puesto letra a una proeza mayor: un amor de estatua correspondido:

«Llegó, con su espada de madera y zapatos de payaso a comerse la ciudad. Compró suerte en Doña Manolita y al pasar por la Cibeles quiso sacarla a bailar un vals, como dos enamorados y dormirse acurrucados a la sombra de un león. ¿Qué tal? Estoy sola y sin marido, gracias por haber venido a abrigarme el corazón».

Le robó un anillo, menos mal, que bien podría haber aparecido en aquella tienda para comprarle un vestido.

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