Opinión | Un carrusel vacío

La feria

La feria

La feria / La Provincia.

Ahora que se acerca el verano, nos aproximamos también a la temporada de ferias. Las ferias españolas: esa estación florida en nuestra memoria, ese capítulo de la infancia, de la adolescencia, adornado de ilusión. Estoy segura de que existirá algún niño en nuestro país al que no le gusten, pero me cuesta imaginarlo. Me recuerdo a mí misma, de la mano de mis padres, feliz porque iba a montarme en los “cacharritos” –así llamaba yo a las atracciones–. Mi favorita era una especie de actualización del tiovivo tradicional en la que una fila de cochecitos hacía un recorrido a dos niveles, con curva incluida. Los cochecitos tenían formas; yo siempre elegía el del Inspector Gadget. Y menudo disgusto cuando terminaba.

Esa atracción sobrevive. Desde hace ya bastantes años, contemplo con melancolía a los niños que aún la disfrutan, firmemente convencida de que, si pudiera, me seguiría montando en ella y me daría igual lo que la gente pudiera pensar. El problema es que ya no me caben las piernas en el cochecito. Todavía puedo subir al tren de la bruja, aunque ya no exista la bruja y se haya quedado solo el tren. Cuando era niña, una persona disfrazada de algo “terrorífico” –bruja, demonio, monstruo– se escondía y daba escobazos a los pasajeros. Yo lo vivía como una experiencia emocionante. Además, durante muchos años, en la feria de mi barrio, el “brujo” era Pedrito, un antiguo alumno de mi padre, convertido en feriante, que cuando terminaba la atracción mantenía largas y amistosas conversaciones con él. El caso es que, un año, ya no vimos a Pedrito en el tren de la bruja y alguien nos contó que había tenido un accidente en la propia atracción: atropellado por el mismo tren que le servía para ganarse la vida. Un trágico final, casi una burla del destino.

Hay un pilar fundamental en las ferias que ha permanecido a lo largo de varias generaciones: los coches de choque. Se puede hablar incluso de un auténtico ritual de cortejo entre adolescentes en torno a él. Golpear el coche del chico o la chica que te gustaba era el equivalente a que un pavo abra su cola en forma de abanico multicolor. Hacerlo con las canciones de Camela de fondo resultaba tan natural que ahora, cuando el reguetón se ha impuesto al resto de géneros, parece que no es lo mismo, que falta algo. Ocurre igual con la banda sonora de los toros mecánicos, que era la clásica canción de Zapato Veloz, “En una tribu apache”, y ahora ha sido sustituida también por ese ritmo tan agotador que empezó con “La gasolina” y ha ido derivando en multitud de aberraciones con poca o ninguna lírica en sus letras. El análisis filológico de las letras de reguetón daría para varios ensayos.

Y no puedo hablar de la feria sin mencionar una atracción que, para mí, es historia en sí misma. Me refiero al “Super Kanguro”, que he podido ver en numerosas ferias de puntos muy distintos y alejados de nuestro país. Se trata de una atracción en forma de araña con numerosos brazos, en cuyos extremos hay cubículos en los que se sientan las personas. Los brazos suben y bajan a mucha velocidad, como si estuvieran dando botes. En el centro, la escultura de un canguro rosa con chupa azul y un medallón dorado – hay otra popular versión con Hulk -. Ese canguro, que ha debido de vivir entera la década de los noventa, es un testigo silencioso e infravalorado del transcurrir de varias generaciones, y ahí está, “viendo pasar el tiempo”, como la Puerta de Alcalá en Madrid o los perros de la Plaza de Santa Ana en Las Palmas. Ese canguro hortera, inamovible, entrañable. Me extraña mucho que Cuéntame no le haya dedicado algún capítulo, porque realmente lo merece.

Tranquiliza saber que ha sobrevivido. El día en el que desaparezca, se apagará una estrella en el Olimpo de lo cutre: un lugar que imagino decorado con esas obras de arte anónimas que revisten las paredes de las atracciones, plagadas de personajes de Disney con los ojos rojos, que producen en el observador una mezcla entre ternura e inquietud; mickeys mouses azules; una caricatura de Clint Eastwood, al lado de otra de Torrente, elaborada a base de colores chillones, que sería la envidia de cualquier pintor fauvista. En mi imaginación, este mitológico paraíso feriante estaría coronado por un altar en el que se situaría el tradicional y olvidado gitano con una cabra en un taburete. Ya pocos recuerdan a la cabra en el taburete: se extinguió silenciosamente, y ahora mismo estaría perseguida por todos los defensores de los derechos de los animales. Yo lo comprendo; el mundo actual no está hecho para las cabras en taburetes. Pero me produce mucha nostalgia recordarla.

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